Existe un error en el punto de partida. El Nirvana no tiene nada que ver con lo que se entiende por felicidad en el pensamiento occidental. Mediante el desapego, el bodhisattva niega su ser individual hasta convertirse, en la metáfora de Osho, en una gota en el océano, donde se diluye hasta dejar de ser, con lo que termina el ciclo ininterrumpido de reencarnaciones que es la causa de todo el sufrimiento. Eso es el Nirvana, la extinción del yo. Y ya. No hay eternidad, no hay castigo, no hay premio, no hay dioses. No hay nada que añadir ni que investigar y mucho menos que comparar con el cristianismo.
Esta concepción no puede vincularse en ninguna forma con los conceptos del hombre occidental y mucho menos con Cristo, el cristianismo y las categorías aristotélico-tomistas sobre las que se construyó la filosofía cristiana.
De manera que yo suprimo, por impertinentes, los primeros cuatro párrafos del artículo y paso a comentar sobre los siguientes que se refieren al “cielo cristiano”.
La condición de “deus ex machina” del dios padre judeocristiano, separado del mundo creado en razón de poseer una naturaleza distinta (y considerada por el tomismo “superior”) a la de dicho mundo material, le impide ser feliz o infeliz, estar alegre o triste, en fin: sentir emociones o simplemente sentir. Por esa horfandad y la necesidad de superarla, el mundo romano asumió la figura de Cristo, un hombre de carne y huesos presuntamente nacido en Belén (pero más probablemente en Nazareth) que, según algunos escritos de su época, fue formado en el vientre de una joven mujer de Judea por el espíritu divino, y fue condenado a morir torturado en una cruz, porque así debía ser por mandato legal, al cometer el delito de proclamarse mesías, y le atribuyó el haber cargado con todos los pecados de la humanidad para su redención.
Ese señor no pudo haber sido feliz en vida; ya que sería imposible, por el solo hecho de ser omnisciente (si se supone que era un dios), que no conociera anticipadamente cuál iba a ser su forma de muerte, y ese solo conocimiento es suficiente para amargarle la vida a cualquier hombre.
Ahora bien, compartiendo la creencia a los solos fines de esta nota, si desde su trono a la derecha del dios padre Cristo observa el fruto de su sacrificio y mira a los hombres de buena voluntad marchar hacia la salvación, es plausible pensar que eso lo contenta, le reporta un cierto grado de felicidad, con lo que podría afirmarse que Cristo, si bien no siempre es feliz, tiene ratos de felicidad.
También es imaginable, como advierte el autor en su párrafo final, el final de los tiempos, cuando “…el infierno y el purgatorio no existen más, y que todos los seres humanos, cada uno de ellos sin excepción, han sido salvados por Dios y disfrutan de la dicha celestial, sin carencias, perfectamente satisfechos, sin dolor ni muerte, entonces podríamos concebir que su felicidad es real y que las tristezas y sufrimientos del pasado han sido olvidados. Tal condición puede imaginarse, pero jamás ha sido vista.” Allí podríamos también imaginar a Cristo rebosante de felicidad, reportándose al dios padre: “Misión cumplida”.
No obstante, existe una contradicción en el pensamiento cristiano, entre este estado final de salvación total de la humanidad, y las enseñanzas bíblicas que hablan del “fuego eterno” para los pecadores irremisibles. Una de dos: o no existe tal infierno, sino el mentado purgatorio donde las almas sufren un castigo temporal por sus pecados y después son rescatadas, o es más acertada la filosofía oriental con su ciclo de indefinido de reencarnaciones que sólo finaliza cuando se alcanza el Nirvana.